martes, 9 de octubre de 2012

'Cosmopolis' (2012) de David Cronenberg


Un espectro recorre el mundo

 
Una limusina blanca surca la capital financiera del planeta, mientras las calles de Nueva York se paralizan, se agitan y se incendian. Es nuestro presente o un futuro incierto. Tanto da. Varios acontecimientos de masas confluyen en la metrópoli: un congreso mundial de Jefes de Estado, el funeral de un rapero famoso, una violenta manifestación política… Pero contemplada desde el interior del coche, del que David Cronenberg apenas quiere salir –como apenas quería salir la novela de Don DeLillo–, la deblace de la ciudad (del mundo) parece silenciosa, una mera contrariedad de camino a la peluquería. Parece que el caos aconteceria en otro lugar aunque acontezca frente a nosotros, al otro lado del cristal perfectamente blindado contra voces, ruidos, algarabías y proyectiles.

Brillante metáfora: los responsables del colapso del capitalismo permanecen ajenos a sus efectos, la sangre en principio no les salpica. Wall Street atraviesa Main Street y permanece óbice a lo que ocurre a su alrededor, mientras el mundo que han creado se hunde. En esa pecera, en ese despacho sobre ruedas, una limusina perfectamente equipada con todo tipo de artefactos tecnológicos –la fusión máquina-cuerpo, la nueva carne de Cronenberg–, circula Eric Packer (Robert Pattinson), un superdotado asesor de inversiones de 28 años de edad, un prodigio de las finanzas que apuesta toda su multimillonaria fortuna contra la subida del yen. Entre sus preocupaciones y sus intereses: el sexo y los retóricos intercambios intelectuales que mantiene con distintos asesores suyos, sobre todo mujeres. Su odisea contemporánea, que transcurre a lo largo de todo un día, es el agónico final de una era. También el suyo.

Robert Pattinson / Eric Packer

Otro espectro recorre el mundo. Lo anuncian las pantallas gigantes de Times Square, las que brindan constante información de la salud bursátil, saboteadas por los activistas anti-sistema, que han variado la famosa frase inicial del Manifiesto comunista (Karl Marx y Philip Engels, 1848). “Un espectro recorre el mundo. El espectro del capitalismo”, lee Packer en los visualizadores digitales, consciente de las cualidades espectrales de su blanca limusina, centro de operaciones de los mercados financieros, generadores de las virtuales deudas y primas de riesgo que asfixian a la humanidad.

La seducción claustrófica de Cosmopolis se articula a través de una estructura de encuentros, citas y diálogos con los que Cronenberg, como ocurría en Un método peligroso (2011), privilegia el poder desestabilizador de la palabra sobre cualquier otro estímulo. Primero se une al trayecto final de Packer un joven de 22 años con el cerebro muy bien amueblado (Jay Baruchel), después dos mujeres –interpretadas por Juliette Binoche y Samantha Morton–, y también su médico personal, que tras el reconocimiento anal diario le diagnostica una “próstata asimétrica”, gran motivo de estrés y preocupación para Packer. En el camino, también se cruza con un activista social (Mathieu Amalric) determinado a estampar una tarta en su rostro, y se toma varios respiros con su mujer (Sarah Gordon) para consumar sexualmente un matrimonio de conveniencia. 

Paul Giamatti, sobreactuado, interpreta a Benno Levin

El final de la singladura por el oceáno embravecido de la metrópoli financiera está reservado al duelo final, el de Packer con su némesis Benno Levin, un hombre atrabiliario (y sobreintepretado por Paul Giamatti) con un plan de venganza. Si hemos estado atentos a lo que ocurría al fondo del plano, más allá del cristal, durante unos segundos habremos visto antes a Benno cruzar furtivamente el plano –al igual que un monólogo del personaje interrumpía súbitamente el fluir de la novela y modificaba su punto de vista–, caminando por la calle, como si fuera un figurante más. Hay tantas líneas de fuga acumuladas en las entrañas del relato como en la superficie de los planos, por muy sucinta o lacónica que sea su apariencia. Cosmopolis encuentra en su ritmo y su viscosidad oral la gelidez y el sentido onírico de la visionaria novela de DeLillo.

Los mercados se precipitan al abismo sin remisión, y mientras, en su perorata teórica con Packer, la asesora Vija Kinsky (Morton) dice: “El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal y como le sucediera a la pintura hace ya tiempo”. Los movimientos del dinero no obedecen a una lógica argumental, no pueden leerse, solo interpretarse. La expresión extrema del capitalismo contenida en el aforismo de Kinsky asoma en muchas otras líneas de diálogo, extraídas literalmente del texto de DeLillo, como aquella con la que un personaje resume el itinerario dramático del film: “La lógica extensión de los negocios es el asesinato”. Y es que desde sus títulos de crédito inscritos sobre pinturas de Rothko, Cosmopolis asume plenamente que su cualidad narrativa también se conjuga en la abstracción, que el cine también perdió su lógica dramática. La cadencia de Cosmopolis es como la de un tema de Charles Mingus: un caos calculado, una tensión fría rota por estrépitos de violencia.

Juliette Binoche, fogosa asesora de Eric Packer

Pocas películas como ésta se proponen en estos tiempos forzar la atención del espectador de tal modo, obligando a un segundo y tercer visionado, a una segunda y tercera audición. El “cine de la palabra” abastece el discurso cinematográfico de Cosmopolis, como ya ocurría en el anterior largometraje de Cronenberg, ese que se tachó de “académico” o “teatral” o “antiguo”. Como hiciera con las novelas El almuerzo desnudo de Burroughs, Crash de Ballard o Spider de McGrath, Cosmopolis suma un nuevo desafío en la pulsión del cineasta canadiense por adaptar textos literarios imposibles, pero si hasta ahora las construcciones filosóficas se traducían en la fuerza estética y las abyecciones de la carne tan características del director de Videodrome (1983), la experiencia conceptual que propone en sus últimos trabajos encuentra su base exclusiva en las no menos intrincadas apropiaciones de la retórica dialogada.

El extraordinario díptico que forma Cosmopolis con Un método peligroso no tiene únicamente resonancias formales, como si Cronenberg –¡quién lo iba a decir!–, cruzada la edad de jubilación, se sintiera a estas alturas más cerca de Manoel de Oliveira que de cualquier otro cineasta. Ambas películas forman sobre todo un díptico en torno a las transformaciones psico-sociales del siglo XX, aquellas que han determinado el destino de las civilizaciones. En Un método peligroso, Karl Jung y Sigmund Freud arriban a Nueva York desde la vieja Europa y en la cubierta del transatlántico intercambian un breve diálogo: “(Jung) Lo que estás viendo es el futuro / (Freud) ¿Crees que saben que estamos llegando, trayéndoles la plaga?”. El plano muestra cómo la Estatua de la Libertad se abre un hueco entre ambos personajes. Del origen del psicoanálisis al fin del capitalismo, las patologías de la primera mitad del siglo XX –que condujeron al holocausto judío– quedan encapsuladas en Un método peligroso, mientras que las patologías de su segunda mitad –la victoria y extenuación del capitalismo– trazan el recorrido moral de Cosmópolis. Nueva York, la ciudad universal, como lógica zona de confluencias.

Freud (V. Mortensen) y Jung (M. Fassbender) en Un método peligroso (2011)
El destino de la humanidad, como siempre en el autor canadiense –cuya obra, desde la seminal Rabia (1977) hasta hoy, ha ido cincelando con una clarividencia reservada solo a los grandes maestros–, sigue propulsado por la tecnología, el deseo carnal y la violencia. Por su alcance teórico, Cosmopolis es probablmente la mejor película posible en torno al colapso del capitalismo, pero también la mejor película posible a la que podría llegar Cronenberg como cineasta. A la luz de la rivalidad intelectual desmenuzada en Un método peligroso, Packer emerge ahora como el espectro que atraviesa la historia, esa posible síntesis de las patologías que Freud y Jung creyeron adivinar en las motivaciones profundas, subconscientes, del ser humano. Su odisea da tanto la razón a Freud, porque se mueve y razona motivado por estímulos exclusivamente sexuales, como a Jung, porque su intuición le indica que el orden humano, quizá hasta el de los mercados financieros, responde a un indescifrado orden cosmológico. 
  

 Publicado originalmente en "Caimán. Cuadernos de Cine" (Octubre, 2012)

viernes, 5 de octubre de 2012

'Holy Motors' de Leos Carax



 LAS CÁMARAS SON INVISIBLES

Las cámaras fueron un día más pesadas que nosotros y ahora son invisibles. ¿Cómo hacer cine ahora que las imágenes están por todas partes? ¿Ahora que en el mundo virtual adoptamos múltiples avatares y vivimos una interpretación sin final? De la excentricidad y la irreverencia de Holy Motors emana el pluro placer por la fábula y la provocación, pero también un contundente ensayo creativo sobre la disolución del relato cinematográfico. En un viaje sin fronteras por la ciudad de París –por sus calles, por el subsuelo, por las azoteas–, Carax nos invita a habitar múltiples películas que se ofrecen como emblemas de las formas del cine, desde las fantasías de reconstrucción digital que saturan las salas a los dramas realistas que triunfan en Cannes. Como si fuera el protagonista de un videjojuego, monsieur Oscar, el maestro de ceremonias (un camaleónico Denis Lavant), adopta hasta once identidades para resolver distintas misiones. Es difícil escapar a la embaucadora potencia visual de la película, en la que Lewis Carroll se funde con Franju, Kafka, Ballard, Bergman, Kubrick.... El cine suplanta a la vida y viceversa. A su modo, Holy Motors es para Carax lo que el El estado de las cosas (1982) fue para Wenders o Irma Vep (1996) para Assayas, un dispositivo fantasioso que elabora un discurso de su propio oficio. Pero sin nostalgias. Más bien como un signo de interrogación marcado a fuego en la pantalla. En su regreso después de nueve años, Carax aglutina el pasado y el presente del cine para preguntarse hacia dónde encaminará su futuro. Ahora que las cámaras son invisibles. 

Publicado originalmente en "Caiman. Cuadernos de Cine" (Junio, 2012)