jueves, 6 de octubre de 2011

'Somewhere' de Sofia Coppola



El desierto, la máscara y la piscina

Construida mediante unidades de acción y exposición que funcionan prácticamente como cortos autónomos, pero que en su acumulación adquieren un sentido mayor,  Somewhere es sin duda la obra más depurada, limpia y expresiva de Sofia Coppola. También su mejor largometraje. Detengámonos en tres escenas-síntesis de Somewhere para indagar en el sentimiento poético que produce el cuarto largometraje de la joven Coppola después de Las vírgenes suicidas (1999), Lost in Translation (2003) y María Antonieta (2006), y que llega a salas españolas con ¡dos años de retraso!


EL DESIERTO. Debemos tomarnos su arranque como una clara declaración de intenciones: un Ferrari toma curvas a gran velocidad en un circuito desértico. Una y otra vez el coche pasa delante de la cámara, desaparece y vuelve a entrar en plano para desaparecer una vez más. Finalmente frena a pie de encuadre y el conductor se baja del coche y escruta el horizonte, como si posara para un anuncio publicitario. El conductor es Johnny Marco (interpretado por Stephen Dorff), una estrella de Hollywood, un hombre en crisis cuya vana, hueca existencia nos invita Sofia Coppola a compartir durante ochenta minutos.

Este extraño arranque bien puede ofrecerse como un deseo de reenganche a la tradición expositiva de Two-Lane Blacktop (1971, Monte Hellman) y a su descendiente directo The Brown Bunny (2003, Vincent Gallo), piezas aliadas con ese sentimiento errático y desapasionado que la banda Pink Floyd acuñó bajo el afortunado título Comfortably Numb –“cómodamente adormecido”–, y que bien puede designar todo el cuerpo fílmico de Sofia Coppola, uno de los más coherentes y sobresalientes del cine americano de los últimos años. O bien, como señala Gonzalo de Pedro (El Cultural, 30.9.2011), coquetea con el método formal de James Benning de filmar el paisaje como metáfora política y emocional del mundo. Sobre ambas líneas poéticas, entre la radical independencia y la no menos radical experimentación, navegan las intrigantes imágenes de Somewhere.

LA MÁSCARA. La pregunta no sólo resuena una y otra vez en la mente del espectador. La pregunta también se escucha en una rueda de prensa que, desorientado y desganado, ofrece el personaje protagonista de Somewhere. “¿Quién es Johnny Marco?”. Porque la respuesta no es fácil frente a un personaje pasivo, cuyo rostro es la máscara de la impavidez, la indiferencia, acaso el hastío. Alguien que se adormila contemplando el número privado de dos gemelas strippers, alguien que invierte su mucho tiempo libre persiguiendo rubias en su Ferrari y jugando a la consola. Alguien que puede tener en su mano, sin esfuerzo, todo aquello que imagine, aunque nada sea importante. Alguien siempre presente y siempre ausente, que bien puede padecer lo que en términos médicos se llama “anhedonia”: la imposibilidad de experimentar placer. Al final de la película, el actor habla por teléfono con una mujer que no quiere hacerle compañía. Entonces llora: “No soy nadie. Ni siquiera una persona”. Un fantasma.


La escena es quizá lo mejor que ha rodado la joven Coppola en toda su carrera. Un plano fijo. Johnny Marco, sentado en una sala de maquillaje, mientras varias personas le aplican una masa facial grisácea que poco a poco entierra su rostro. Primer corte al mismo plano, pero ahora solo lo ocupa Johnny. Le han dejado solo mientras la masa se seca. La cámara se acerca al primer plano en un lentísimo movimiento. Expresión de la soledad y el tedio, del estatismo estatuario. El segundo corte recorre unas horas de tiempo en el relato, pero toda una vida de tiempo metafórico. Por obra y gracia del maquillaje profesional, Johnny Marco es ahora un anciano, y su mirada fugaz al espejo parece devolverle la conciencia de la mortalidad. Algo en la película, que por entonces casi ha alcanzado su ecuador, se quiebra. Asoma un sentimiento existencial que hasta entonces desconocíamos. Somewhere (no olvidemos su título: “en algún lugar”), en verdad, está retratando la vida interior de un náufrago a partir de su rutina exterior. Pura observación cinematográfica.

LA PISCINA. Si la escena de la máscara proponía un acercamiento suave y orgánico de la mirada, la otra panorámica significativa, en el último tramo del filme, recorre el camino inverso: un distanciamiento. El plano se concibe, por tanto, de dentro hacia fuera, y tiene lugar tras probablemente el único momento en que Marco logra salir de sí mismo y conectar con el mundo. Ha jugado con su hija Cleo (Elle Fanning) en el contexto aislante del fondo de una piscina y descansa junto a ella en una tumbona. Suena I’ll Try Anything Once de The Strokes, perfecto ejemplo del filtro pop que Sofia Coppola aplica a sus películas. La historia de Somewhere no es sólo la de la irrelevante, absurda existencia de una estrella cinematográfica en Chateau Marmont –el mítico hotel de los proscritos de Hollywood, en el que John Belushi acabó con su vida, y en cuyo ascensor Johnny Marco se cruza con Benicio del Toro– que viaja con su hija a Italia para promocionar la última película de acción que ha protagonizado. Es la historia, sobre todo, de un secreto nunca desvelado.


Al igual que en Lost in Translation, Coppola describe la callada relación entre un adulto en crisis y una jovencita en busca de respuestas. Es realmente significativo el modo en que el trayecto de ambos personajes avanza hacia un final que se invierte de una película a otra. Si allí era un susurro, aquí es un grito. Si allí Coppola privaba al espectador de poder escuchar las palabras con que Bill Murray se despedía de Scarlett Johansonn, en Somewhere busca el efecto contrario privando al personaje de Elle Fanning de poder escuchar las últimas (y relevantes) palabras de Stephen Dorff antes de subirse al helicóptero que de nuevo le alejará de ella. El filme desentraña la relación entre padre e hija (con la sombra de la madre ausente) a partir de sus velados entretiempos, sus gestos cómplices y sus silencios elocuentes. En ningún momento expresan aquello que les une y les separa, aquello que desean el uno para el otro, y esa es precisamente la historia secreta que quiere ser desvelada.

Las criaturas de Coppola transitan un limbo en el que el patetismo se abre paso con implacable naturalidad, en el que los espacios vacíos, los idiomas extranjeros y las situaciones absurdas vuelven a proponer un perpetuo sentimiento de zozobra, pero también de dependencia. En este caso, tanto el parentesco familiar de Johnny y Cloe como los entornos italianos en los que transcurre la historia, nos colocan frente al film más autobiográfico de la directora americana. La Sofia adulta parece saldar cuentas con ese mundo de su pubertad en el que los desiertos (la soledad), las máscaras (las apariencias) y las piscinas (el juego) gobernaron su existencia. Filma su historia con añoranza crítica, en búsqueda de esa luz que define la tristeza romántica de nuestros tiempos como sólo han sabido filmarla Gus Van Sant o P. T. Anderson. Porque la belleza, como la nostalgia, también debe ponerse en cuestión.


jueves, 24 de marzo de 2011

'Un tipo serio' de Joel y Ethan Coen



Regreso al hogar de los Coen


A los hermanos Coen se les ha dado por muertos en más de una ocasión. Con la feliz cosecha en los Oscar y en las taquillas, No es país para viejos volvió a colocarles en el mapa de la industria, si bien aquello no fue más que el resultado de una inteligente jugada con sospechoso olor a producto de diseño. No es cuestión de restar méritos a la excelente adaptación de la novela de Cormac McCarthy con la que los hermanos de Minneapolis volvieron a seducir a crítica y público internacionales, devolviéndoles así al territorio conquistado con Fargo, pero a los autores de El gran Lebowski (probablemente la mejor comedia de los últimos veinte años) lo que realmente les gusta es hacer reír. Su filmografía habla por sí sola: nueve de catorce largometrajes son comedias. De esta suerte, el film protagonizado por Javier Bardem vendría a ser la mejor película de los Coen para aquellos a quienes no les gusta el cine de los Coen. Tras la reconquista de un estatus de autores serios y sombríos, regresaron a sus fueros con la brillante Quemar antes de leer (2008), una suerte de ensayo desquiciado en torno a la idiocracia que gobierna el mundo. Ahora, con Un tipo serio, han vuelto a explorar el reverso más ridículo de la condición humana, o más bien de la condición judía, hilvanando una fina comedia sobre la angustia.

“No sabría decir si la película es una comedia o una tragedia –aclara Ethan Coen–. Uno sólo se plantea cómo ser honesto con la historia y no qué es lo que va a hacer reír o llorar al público”. La reflexión es trasladable a cualquiera de las películas que ha escrito junto a su hermano, si bien aplicada a Un tipo serio no deja de sonar especialmente pertinente. Para los autores de Sangre fácil (1984), el infierno siempre ha estado en los otros, y ese infierno es el que ahora debe cruzar Larry Gopnik (Michael Stulhbarg), el profesor de matemáticas, acomodado padre de familia y feliz esposo judío que protagoniza el film. De repente, su vida se abisma a un precipicio sin fondo. Desde su familia a su trabajo, pasando por su autoestima, todo se derrumba a su alrededor mientras trata de encontrar respuestas imposibles en una religión/cultura de la que se siente tan distante como atrapado. “Gopnik quiere saber qué ha hecho moralmente mal, porque así podrá corregirse y dejar de sufrir todas las cosas horribles que le suceden. Pero en realidad no ha hecho nada malo. Simplemente, así es la vida”, explica Joel Coen. Larry descubre que la verdad es un conjunto de mentiras, y así los códigos de representación de Un tipo serio variarán entre la realidad y la ensoñación, los deseos y las frustraciones. Un ejercicio de funambulismo formal que confiere al film una complejidad fascinante, aparte de proporcionar momentos cómicos que se cuentan entre lo más sutil y desternillante que han escrito los autores de Crueldad intolerable (2003).

Como el Amarcord de Fellini, Un tipo serio hunde sus raíces en los recuerdos infanto-juveniles de sus autores. La historia se sitúa en una comunidad suburbial del Medio Oeste como en la que crecieron los Coen durante los sesenta, donde el ambiente judeo-norteamericano era el sustento, más que el contexto, de sus vidas. Han tomado recuerdos autobiográficos para proponer una feroz lectura sobre el judaísmo, pero a diferencia de Fellini, esos recuerdos no están dominados por la nostalgia, sino por la imaginación y el deseo de parodia, quizá de venganza. Tomando la parábola de Job como inspiración del relato, aplican su extraordinario talento en caricaturizar con sangrante ternura a sus personajes y reformular un mosaico sardónico sobre el reino de la hipocresía y las apariencias que rige el contrato social y político de Estados Unidos. No es casual que el film tenga por prólogo una historia popular yiddish que acontece cien años atrás en una aldea polaca. Los dardos contra el ciego semitismo ya estaban apuntados en el Walter Sobschak de El gran Lebowski (que no podía jugar a los bolos en Shabbas) y en algunos pasajes de Barton Fink, pero en Un tipo serio, los Coen han llevado sus reservas con la cultura a la que pertenecen hasta el límite del absurdo, reservando para sus criaturas un final para el que la palabra extravagante se queda corta. Se han desquitado a sus anchas. Ni siquiera Woody Allen ha descrito de modo tan inquietante y ferozmente divertido la angustia existencial y el perpetuo sentimiento de culpa que derrama el judaísmo sobre sus acólitos. Los Coen han vuelto a casa.