sábado, 31 de enero de 2009

Inéditos de Cortázar



Never stop the press

Nuestra parte cronopio nos llevó anoche a A. y a mí hasta la presentación “informal” de los tres cuentos inéditos (ahora no) de Julio Cortázar que acaba de publicar en edición de lujo Del Centro de Editores. Los tres cuentitos formaban parte del delicioso conjunto de relatos Historias de cronopios y de famas, que Cortázar publicó en 1970, pero por diversos motivos, aunque ya estaban corregidos por el escritor (según su primera mujer, Aurora Bernárdez, quien ha cedido los derechos), quedaron fuera de la criba editorial. Probablemente hubo más relatos de estos encantadores seres que no hicieron su camino hasta las librerías, pero son tres los que ahora ven la luz. Se titulan Never stop the press, Almuerzo y Vialidad

De momento, los cuentos sólo pueden leerse en la edición limitadísima (100 ejemplares numerados), completamente artesanal y aspecto de incunable, con bellas y algo inquietantes ilustraciones de la artista plástica Judith Lange (se ha imaginado a estos seres antropomorfos como si fueran criaturas de un cuento gótico) y caligrafía manuscrita del amanuense José María Passalacqua (apellido ciertamente cortazariano), que ha elaborado la editorial Del Centro. Se presentan como tres libros independientes dentro de una caja roja y su precio es de 260 euros. “Es lo que ha costado editarlos, no tengo ninguna intención de hacer dinero con estos cuentos”, ha explicado a los asistentes su locuaz editor, Claudio Pérez Minguez. Presumiblemente, los cuentos se editarán de un modo más popular, al acceso de todos los bolsillos (y lectores cortazarianos, que son mutitud) cuando Anagrama, en abril, publique un volumen de inéditos del escritor argentino con motivo del 25 aniversario de su muerte. Hasta entonces habrá que esperar.


En cierto modo, como han anunciado en esta cita informal (una presentación abierta al público cuya convocatoria encontré en Internet, y a la que han acudido no más de veinte personas, entre famas, cronopios y esperanzas), con la lectura de uno de los relatos (Almuerzo) era la primera vez que se hacía público el contenido íntegro de uno de los cuentos, pues en la presentación para la prensa de la que dieron buena cuenta algunos medios no se leyó ninguno. También se ha dicho en la presentación que es absurdo inventar una polémica con esta “supuesta publicación elitista” de los relatos, debido a que el propio Cortázar “siempre defendió el trabajo artístico bien hecho” y varias de las obras que publicó en vida, según han dicho, las mostró al público por primera vez en “cuidadas y caras ediciones”, o incluso como extensión de otras manifestaciones artísticas, en referencia al relato Grafitti, que el escritor dio a conocer en el catálogo de una exposición del pintor Antoni Tàpies. No veo muy clara la similitud entre aquello y esto: una lujosa (muy hermosa y trabajada, eso sí) edición de 100 ejemplares de 260 euros, pero seguro que un cronopio lo dejaría correr sin hacerse más preguntas. La buena noticia en todo caso es que los relatos tienen gran interés y después de 37 años en la oscuridad ahora han visto la luz en forma de auténticos y fascinantes libros-objeto. Estarán una temporada expuestos en la librería Centro de Arte Moderno (Calle Galileo, 52 de Madrid), donde pueden tocarse y leerse con libertad.


Como son cuentos cortos realmente cortos, he aprovechado lógicamente para leer los tres, y me han despertado esa simpatía tan reconocible, probablemente porque me han trasladado automáticamente al inconfundible, tierno y maravilloso mundo habitado por la fauna de cronopios y famas, unos personajes que inventó Cortázar cuando tuvo la visión de unas pequeñas criaturas verdes tras escuchar un concierto de Stravinski en París. Procuro visitar con frecuencia el mundo que habitan (es de esos libros que invitan a releerse continuamente) y en el que siempre pienso que me gustaría vivir para después siempre darme cuenta de que efectivamente vivimos todos en él. Lo maravilloso es que Cortázar logra con estos seres mitológicos colocar un filtro sobre nuestra percepción de los seres humanos, una especie de velo embellecedor, de modo que podamos mirarnos con simpatía entre nosotros. Así que en una primera lectura, como decía, no me ha dado la impresión de que estos nuevos relatos desmerezcan frente a otros cuentos del mismo libro, y que si bien no están a la altura de por ejemplo “Instrucciones para llorar” o “Preámbulo para dar cuerda a un reloj”, no habrían desentonado en el conjunto del libro.

El cuento titulado Almuerzo seguramente no se publicó porque el libro recogía otro cuento titulado El almuerzo, que sin embargo es totalmente distinto. Si el relato que ya conocemos da cuenta del invento que hace un cronopio de un termómetro de vidas que detecta “infra-vida” en las famas, “para-vida” en las esperanzas y “super-vida” en los cronopios (qué modo tan maravilloso de catalogar la gama anímica de la fauna humana), el inédito es un divertido diálogo entre un camarero imaginativo (cronopio) y un cliente sin imaginación (fama) sobre el modo de servir las patatas fritas. El relato comparte la urgencia propia de las crónicas mágicas de la vida cotidiana que el irredento observador Cortázar fabricaba con tanto (in)genio y singular mirada.

No sin cierto disimulo he sacado fotos de las páginas de uno de ellos, el que más me ha gustado –que cuenta en 201 palabras cómo una esperanza salva a un fama muy trabajador de su desconsolada vida cuando le muestra el mundo a través de la ventana impresa de un periódico–, con la intención de transcribirlo luego y leerlo con más tranquilidad. Es lo que he hecho y tentado estoy de publicarlo aquí, máxime cuando un fama se me ha acercado en la presentación y me ha pedido que deje de sacar fotos “porque luego siempre hay un periodista que lo cuelga en Internet”. Mi parte cronopio quiere hacerlo y mi parte fama apela a mi sensatez. Espero que me perdone Cortázar (y su viuda) si me tomo la libertad de mostrar aquí sólo el último párrafo del relato. Al fin y al cabo, se titula Never stop the press:

“¡Oh milagro! Entre sus dedos quedó enredado el mundo y el fama ya no tuvo motivos para quejarse de su suerte. Todas las mañanas venía la esperanza con una nueva ración de milagro y el fama instalado en su sillón recibía una declaración de guerra, y una declaración de paz, un buen crimen, una vista escogida del Tirol y de Bariloche y de Porto Alegre, una novedad en motores, un discurso, una foto de una actriz y de un actor, etc. Todo lo cual le costaba diez guitas, que no es mucha plata para comprarse el mundo”.




miércoles, 28 de enero de 2009

Nobuhiro Suwa

Energías de pareja

Una idea: la pareja en crisis sigue siendo el gran motivo del cine. Ninguno de sus exploradores ha agotado la materia porque es inagotable. Murnau, Stahl, Sirk, Bergman, Rossellini, Rohmer, Cassavettes, Pialat… Para ellos, las relaciones afectivas, sus turbulencias (morales, psicológicas, sentimentales), siguieron siendo el gran misterio de los hombres y el gran motivo para hacer cine. Porque la cámara interroga, perfora en los cuerpos y los rostros hasta extraer energías invisibles, escudriña el mundo interior y nos revela secretos. A ello se ha dedicado también el cine en construcción de Nobuhiro Suwa, cineasta nacido en 1960 en Japón y confeso heredero de la modernidad cinematográfica. Sus exploraciones de las convivencias en pareja –que ha editado Intermedio formando una trilogía: 2/Duo (1997), M/Other (1999) y Un couple parfait (2005)– arrojan al hombre del tercer milenio preguntas que hoy casi nadie, en el cine, se plantea sin caer después en la complacencia. Incluso Wong Kar-wai parece haber cedido.

Preguntas de respuesta inarticulable, que sus personajes no en vano insisten tercamente en hacerse el uno al otro. Al final, se cuestiona Suwa, ¿qué es lo que distancia la felicidad de la crisis, la crisis de la felicidad? Ese margen, fino y resbaladizo, es el que Suwa se propone trasladar a la pantalla para que atrape a un espectador siempre indefenso frente a las certezas del corazón. En 2/Duo, la distancia la proporciona un concepto: el matrimonio. En Un couple parfait, otro: la separación. En M/Other, la tercera persona es un niño de nueve años, fruto de un matrimonio anterior. Fuera del pack de Intermedio ha quedado el tercer largometraje del director japonés, H/Story, un remake contemporáneo de Hiroshima, mon amour realizado por un cineasta nacido en Hiroshima. Sea en uno o en otro largometraje, la pareja como entidad siempre se ve amenazada por una fantasmagoría o una encarnación que toma el control de su destino. En la tendencia del cineasta japonés por el fuera de campo, por colocar a sus amantes detrás de cristales, enfrentados al espejo, ocultos por paredes, puertas o sombras, pero aún así de algún modo siempre visibles, descansa la intuición de un cine que concede tanta importancia a las formas como a los temblores de las emociones que quiere transmitir, un cine para el cual la destrucción del amor no debe contarse sin la intervención, por ejemplo, de un espejo roto o una cama deshecha.

¿Cómo podemos indagar en el secreto de la intensidad de sus películas? Una intensidad no impuesta, que surge del interior de las imágenes. Su método de trabajo podría servirnos como punto de partida. Para su debut tras las cámaras, Suwa escribió un detallado guión que arrojó a la papelera instantes antes de comenzar a rodar. Decidió proporcionar a los actores un marco general y dejar el resto en sus manos, proponiendo así una autoría colectiva del guión. El resultado, 2/Duo, es un film cuya verdad no sólo viene dada por la energía de unos cuerpos que no obedecen, sino que crean, de unas relaciones orgánicas (entre los actores y los personajes que componen) que avanzan siempre con asombrosa inmediatez. Suwa no cambiará de método en sus siguientes propuestas, que se cifran en unos intérpretes-creadores llamados a explorar sus límites frente a una cámara generalmente impasible ­–la gramática de las películas de Suwa no entiende del plano-contraplano, es un entramado de planos-secuencia­­­–, pero que también tiembla y cruje cuando lo hacen sus personajes.

Parece milagroso, de este modo, que en once días de rodaje y filmando diálogos improvisados en un idioma, el francés, que el director no entendía, pudiera extraer una película tan hermosa y consumada como Un couple parfait, donde Valeria Bruni-Tedeshi y Bruno Todeschini [en la foto] representan unos avatares contemporáneos de la Ingrid Bergman y el George Sanders de Te querré siempre. Dice Suwa que no necesitaba entender, que eran los movimientos, la elocuencia, la pasión de los actores lo que transmitían todo lo que hay que transmitir a la cámara para el desarrollo de la historia y sus emociones. Un cine físico, sin duda, entregado a la dinámica de los cuerpos de un modo más estilizado, sí, pero no menos perceptible que el de Cassavettes. Suwa filmó Un couple parfait en HD y DV y marcó un hito en el empleo de la tecnología digital en la gramática del cine contemporáneo. Su compromiso con las texturas de la imagen hunde sus raíces en la trascendencia formal de su cine, heredero de una modernidad que, como señala José Manuel López en el libreto editado por Intermedio, hizo que el cine pasara de “mirar” a “palpar”. La noción de película como superficie material, que absorbe también del cine experimental norteamericano, le empuja a Suwa a tomar soluciones como quemar planos, cortar repentinamente a negro o crear estridencias sonoras en sus películas.

Fragmento de artículo publicado en "El Cultural" (27/11/2008)

jueves, 22 de enero de 2009

'Australia' de Baz Luhrman


Setenta años de retraso


Baz Luhrmann nunca ha sido un director con complejos. En su momento no dudó en transformar la tragedia más universal de Shakespeare en una epiléptica relectura de los amantes de Verona, en la que cabían Sergio Leone, la estética MTV y una drag queen parade. Preso del mismo romanticismo de Romeo y Julieta (1996), tampoco dudó a la hora de filmar conscientemente el primer musical del siglo XXI y llevar el gusto por el pop hortera hasta la indigestión. Moulin Rouge (2000) padece de esquizofrenia y se convierte en cháchara musical para vender discos. Con la “Red Curtain Trilogy” (hay que sumar El amor está en el aire, 1992), el director australiano cerraba un ciclo que, según anunció, daría paso a su interés por los grandes relatos históricos. En los ocho años transcurridos desde entonces, Luhrmann perdió la puja por Alexander the Great pero ha logrado materializar su proyecto más ambicioso y personal. La superproducción Australia confirma que su director sigue siendo el menos acomplejado de los realizadores mainstream, pero también sembrará serias dudas en todos aquellos que le consideran un visionario del arte del cine.
En 1939 estalló la II Guerra Mundial y se estrenaron en las pantallas del mundo dos películas firmadas por Victor Fleming, El mago de Oz y Lo que el viento se llevó. Por entonces, el continente australiano, al borde de ser “domeñado” por la aristrocracia británica, era un vasto territorio virgen donde crecía la “generación robada”, aquella que quedó atrapada entre los conquistadores y los conquistados. De todas estas relaciones históricas se hace eco Australia con absoluta literalidad, tanto en sus derivas argumentales como en las formas de exponerlas. El film es probablemente la película que había soñado Baz Luhrmann, una especie de Lo que el viento se llevó australiano en conjunción con la magia de Oz (que aquí proporcionan un aborigen con poderes y el tema Over the Rainbow), sólo que dirigido con setenta años de retraso. A diferencia de otros cineastas contemporáneos que encuentran en el cine clásico un referente para sus propuestas (Scorsese, Eastwood, P. T. Anderson...), Luhrmann asfixia toda voluntad de indagar en la “verdad” y el “presente” de la Historia, de los personajes y de su contexto, con una arquitectura dramática tan rígida como manida, con unas ataduras esteticistas que convierten cada plano en la tarjeta postal de un cine hace ya mucho tiempo fenecido
El barroquismo que ha caracterizado hasta ahora las películas de Luhrmann toma otra dirección: deja de pertenecer al tratamiento esquizoide de la imagen y da paso a los delirios de grandeza, de modo que tratando de ser alguien que no es, Luhrmann ha perdido su voz y su eficacia. Se toma su sueño demasiado en serio como para que haya lugar a la digresión posmodernista, y considera al espectador tan virgen a los sentimientos hipertrofiados y a los diálogos declamatorios como los espectadores que asistieron al nacimiento del Technicolor.
Para engordar su épica, Luhrmann cruza códigos que van del western (con la presencia dominante de Río Rojo) al cine bélico, sin olvidar su tendencia al melodrama, enriquecido con prejuicios racistas. No basta, sin embargo, con invertir la dinámica del deseo (la sexualidad procede aquí del hombre y no de la mujer) para que la película se distancie con cierta ironía de sus modelos clásicos, pues al fin y al cabo la verdadera historia de amor de Australia no es la pazguata relación entre el cowboy australiano y la posh británica, sino la de estos con un niño aborigen. Y es que, para que no falte de nada, el film se propone limpiar conciencias colonialistas. 
Publicado en "Cahiers du cinema. España". Num.19. Enero 2009

'Mi nombre es Harvey Milk' de Gus Van Sant



Tránsitos / Gus Van Sant




Ante la recuperación en la pantalla grande de Mala noche (1985), se habló de un director que había “cedido y echado a perder su talento” para luego reaparecer con “algo parecido al silencio” (Gonzalo de Lucas; Cahiers-España, nº 3). Ese silencio, lo sabemos bien, es el que se oficia sobre los jóvenes cadáveres de su trilogía de espectros: el que nutre la desesperación en el desierto de Gerry (2002), el vacío por los pasillos de Elephant (2003), el aislamiento en los bosques de Last Days (2005). Películas de caminantes sobre la desorientación existencial perfectamente orientadas en el mapa del cine contemporáneo, tan necesarias en los paisajes de resistencia del arte norteamericano como lo fueron en su momento Easy Rider (1969), Two-Lane Black-Top (1971) y Badlands (1973).

Ese silencio tan elocuente se quebró en Paranoid Park (2007) –todavía por estrenar en nuestras salas– con apenas unos latidos y la voz susurrante de Elliot Smith (otro joven cadáver), pero el film seguía tomándose el silencio tan en serio que toda la narración pendía de él, del mutismo y la perplejidad de un skater que ha presenciado la belleza del horror. Si Last Days anulaba cualquier impulso de dramaturgia, en Paranoid Park volvía a aparecer un (ambiguo) relato, si bien compartía algo más que un ethos con sus predecesoras. En retroiluminación, ahora que Van Sant estrena Mi nombre es Harvey Milk, este sí su regreso oficial a los parámetros de la industria, Paranoid Park reluce como una extraña y necesaria bisagra en su filmografría. El biopic del primer político electo abiertamente gay de Estados Unidos podría situar de nuevo la obra de Gus Van Sant en una zona conflictiva, como si el cineasta hubiera cedido una vez más y hubiese vuelto a malgastar su talento. Y sin embargo...

Y sin embargo, a pesar de que la abstracción haya dado paso a la explicación, de que los tiempos muertos estén ahora llenos de vida, de que el relato abandone las periferias para encerrarse en su núcleo, de que las palabas se hayan adueñado de los silencios (¡y de qué manera!), a pesar de todo ello, no cae en el terrirotio de la paradoja sostener que todavía hay un pulso experimental en Milk (su título original): el que descansa precisamente en la intacta fe de Van Sant por las viejas fórmulas y los documentos verité, en su tendencia a tomar desafíos audiovisuales precedentes (si antes fueron Psicosis de Hitchcock y Elephant de Alan Clarke, ahora es el documental de Rob Epstein The Times of Harvey Milk) como conductos de inspiración intertextual para sus propios desafíos. Cuesta pensar, por tanto, en un director norteamericano más adecuado para dirigir Milk que el versátil Gus Van Sant. 

Realizada a partir de un detallado guión del documentalista Dustin Lance Black, que puede presumir de un ritmo y narración ejemplares, encontraremos tanto en los trazos más gruesos como en los más finos del film varios elementos que se mueven en direcciones muy familiares con la obra del autor de Mi Idaho privado. Dando por sentado sus retratos mitificadores de la hermosa juventud (que en Milk se reparten entre James Franco, Emile Hirsch y Diego Luna) y la inclinación de las historias hacia la comunidad homosexual (aunque, hay que decirlo, nunca ha sido tan explícito como en su debut), ¿no es Milk, en esencia, otra crónica de una muerte anunciada? 

Es Harvey Milk quien cuenta su propia historia de ascenso político y lucha social desde la tumba, su voz la que nos habla a través del testamento político que dejó grabado sólo para escuchar en caso de que le asesinaran, como efectivamente ocurrió el 27 de noviembre de 1978. Las imágenes de archivo que Van Sant introduce en su reconstrucción histórica como fogonazos de realidad (sólo uno de los abundantes fragmentos de noticiarios que emplea, el de la victoria electoral, es fabricado) nos lo dejan claro en los primeros minutos. El hombre que nos habla (interpretado con su habitual magnetismo por Sean Penn), el que domina cada plano y cada segundo de este film abiertamente hagiográfico, es alguien que va a morir. La película entra así en consonancia con los caminos de un cinesta, pero también, y muy especialmente, con los temores de su propio tiempo. No parece fortuita la opción de relatar la muerte de un líder político que derribó prejuicios sociales y fue asesinado por ello. Ahora que hasta el gran escéptico Clint Eastwood se reserva la palabra “esperanza” para finiquitar su penúltima tragedia americana (El intercambio), Milk emerge como un film manifiestamente pro Obama al terminar con otros puntos suspensivos iluminados.

Y sin embargo, la muerte será bella o no será. Merece la pena detenerse en esta certeza (o deseo) de Van Sant, pues la ha convertido en asunto y trasunto del último período de su obra. Pareciera que en esta década especialmente porosa a los apocalipsis, el director de Drugstore Cowboy haya querido trasladar al espectador la experiencia de la muerte. Recordemos cómo filmó las agonías de Gerry, los homicidios de Elephant, y especialmente los tránsitos de Last Days y Paranoid Park, y advirtamos ahora cómo en un film que se propone como máxima transmitir las ideas y la historia de un político con absoluta claridad y del modo más directo posible, la extrañeza sólo se abre paso en el último trance, cuando la cámara se convierte en una mirada que desaparece para siempre. La cautivadora secuencia del asesinato arranca con un espejo deformante y termina con un evocador plano subjetivo. En ese lapso de tiempo, una clase de belleza disonante con el resto del film se adueña de la pantalla. Son acaso los gestos del cineasta colándose por entre unas imágenes hasta entonces cosificadas.
CODA. A mediados de los años sesenta, Bob Dylan transformó para siempre los sonidos de la música popular con una “trilogía de mercurio” que introdujo la poesía compleja en los dominios del rock. Después del seísmo, y no sin cierta sorna por su parte, Dylan decidió echar mano de viejas recetas del country-folk para sus nuevas composiciones. Los dos álbumes siguientes, que tanto decepcionaron a sus seguidores en su momento (era una cuestión de expectativas), son hoy apreciados por su verdadero alcance y atractivo. Salvando todas las distancias debidas, Paranoid Park y Milk vendrían a ser como el John Wesley Harding y el Nashville Skyline de Bob Dylan. Composiciones con base en modelos tradicionales, pero interpretadas con sentido de la oportunidad, mucha clase y enorme talento. Tiempos para replegarse, para tomar impulso y buscar nuevos horizontes.   

Publicado en "Cahiers du cinema. España". Num. 19 (Enero 2009)