lunes, 2 de noviembre de 2009

'After' de Alberto Rodríguez


Viaje(s) al fin de la noche

Cabe preguntarse de dónde procede el profundo pesimismo que Alberto Rodríguez siente hacia su propia generación, aquella que hoy está más cerca de los cuarenta que de los treinta, es decir, la primera que creció en democracia. Es difícil imaginar una mirada más desolada, inclemente y corrosiva que la que despliega en After hacia sus coetáneos, seres que no quieren vérselas con la madurez ni todo lo que trae consigo. Este retrato, que desentraña tanto las certezas como las dudas de alguien que sabe de lo que está hablando, además, se muestra múltiple y complejo, capaz de poner al descubierto sus contradicciones internas y de trascender la aparente transparencia de un guión estructurado en torno a tres puntos de vista, los de sus protagonistas: Manuel (Tristán Ulloa), Julio (Guillermo Toledo) y Ana (Blanca Romero), viejos amigos que se juntan una noche de verano para entregarse a los excesos y recuperar el perfume de la adolescencia.
Dividida en tres episodios (“Los ladrones de cuerpos”, “Laura 230” y “Niebla”), la película invierte el mismo tiempo a la exposición de cada uno de los personajes, tanto en sus rutinas diarias antes y después de la noche D, como, alternativa y sucesivamente, en los recuerdos de esa juerga nocturna en la que todos, y cada uno a su manera, acabaron tocando fondo. A medida que van encajando las piezas del rompecabezas, comprendemos que ninguno de los tres, a pesar de las apariencias, está satisfecho con sus vidas, y que más bien se desprecian por ello. En Manuel late una agresividad contenida hacia prácticamente todo lo que le rodea, incluidos mujer e hijo; Julio, al margen de su éxito profesional, es el ser más solitario del mundo, y Ana, que tiene tanto miedo al compromiso como a perder su belleza, probablemente lleva años enamorada de Manuel.
Cabe preguntarse, también, tras absorber toda la negrura y el patetismo con el que Alberto Rodríguez y Rafael Cobos (que también co-firmaron el guión de Siete vírgenes, otro penetrante retrato generacional) se acercan a la esencia secreta de sus personajes (¿los conocen?, ¿son sus amigos?, ¿son ellos mismos?...), sobre las verdaderas ambiciones de After, que no sólo pasan por radiografiar el alma extraviada de una generación abocada a la melancolía del limbo hedonista fabricado por la sociedad de consumo (de ahí que prácticamente cada escena de la película, en su texto o en su subtexto, tenga un contenido sexual), sino de complacer el gusto de un público amplio sin por ello sacrificar el rigor y atractivo cinematográficos de la propuesta.
Para empezar, Rodrígez logra inyectar a su tercer largometraje un tono característico, diríamos que intransferible, una cadencia, una música propia que va más allá de los temas de Micah P. Hinson (Beneath the Rose) y Smog (Rock Bottom Riser), sonando como una letanía a lo largo del film. Esa estudiada repetición, como el hallazgo visual de cada uno de los protagonistas levitando por encima de la multitud en la discoteca, forma parte esencial del artefacto fílmico, que no deja de construirse sobre la base de ofrecer variaciones del mismo naufragio, de manera que estas variaciones dialoguen entre sí para formar un todo que el propio espectador deberá descifrar a su manera.
Y es que por detrás de un guión que literariamente busca hermanarse con la austeridad psicológica y la pesimista desolación de Raymond Carver (especialmente en la historia de la perra Niebla y en el modo en que pinta a los personajes con finos brochazos), no exento de zonas de conformismo (toda la parte relacionada con el trabajo de Julio es muy débil respecto al resto de la función), ni de sorprendentes soluciones de estilo (el sexo se rueda con determinismo realista, sin pudor, rezumando una incómoda turbiedad), asoma un verdadero dispositivo cinematográfico, dotado de sutiles ecos interiores que densifican la propuesta.
En su desarrollo argumental, el film se postula dentro del cine español como una auténtica lección sobre el empleo del punto de vista narrativo. No sin cierta ambigüedad, las versiones de la noche y su delirio parecen corresponder a lo que cada uno proyecta en su recuerdo, obviamente truncado por el alcohol y las drogas, de modo que todos se esfuerzan por ocultar lo que les conviene, lo que les transforma en seres aún más patéticos. En este apartado concreto de la película, es obligado resaltar el refinado trabajo de los intérpretes, sobre todo porque Toledo, Ulloa y Romero se enfrentan al reto de dar cuenta de los matices que distinguen las relaciones de deseo que establecen entre sí al mismo tiempo que deben hacer creíble el estado de ebriedad que exhiben casi permanentemente en la pantalla. En su desapego existencial y en su entrega desesperada al estímulo del placer inmediato, los tres ofrecen un verdadero recital. Las sutiles variaciones, que no sólo se ciñen al apartado interpretativo, sino a los diálogos y al desarrollo expositivo de las escenas, nos hablan del modo en que cada uno de los personajes puede engañarse a sí mismo (y que explica la impostura de sus vidas), pero sobre todo de las preocupaciones formales y narrativas de un verdadero director de cine que reflexiona sobre la imposibilidad del relato unívoco y sin dobleces para explicar el mundo. No perdamos de vista a Alberto Rodríguez.

sábado, 10 de octubre de 2009

'El Decálogo' de Krzysztof Kieslowski


Quinientos minutos
de prosa poética
Cada capítulo es un infortunio del azar, una sacudida devastadora, un dilema moral irresoluble. Quinientos minutos de televisión repartidos en diez capítulos de cincuenta minutos. El Decálogo (1988-1989) se ofrece como suma y compendio de una obra total, la de un cineasta que se extinguió silenciosamente después de abandonar su oficio porque lo consideraba insuficiente para expresar su noción de la condición humana. En El Decálogo, Krzysztof Kieslowski (Varsovia, 1941-1996), junto al co-guionista Krzysztof Piesiewicz, vertió no sólo el desarrollo de los preceptos bíblicos como punto de partida argumental (inspirándose en un cuadro polaco del siglo XVI en que se representan las Tablas de la Ley), sino más bien sus particulares principios estéticos y éticos, filosóficos y audiovisuales. En la clemente sordidez de sus imágenes habitan sus grandes preocupaciones, las que desarrollaría después en la cinematografía francesa que le otorgó reputación internacional, La doble vida de Verónica (1991) y la trilogía "Tres colores" (Blanco, Azul y Rojo, 1993-1994). Pero en su obra televisiva ya estaba todo. En prosa poética.

Veinticinco cortos y siete largos, buena parte de ellos para la televisión polaca, precedían entonces su carrera hacia la comprensión del medio, vinculada muy de cerca a la compresión moral y metafísica del hombre, expuesto a la vida entre los deseos de amar y de ser libre. Cultivada en el documental, la obra de Kieslowski había avanzado desde la prosa a la poesía, acaso bajo el deseo de materializar en imagen los versos de su compatriota, la poetisa Wislawa Szymborsk: "En la prosa puede haber de todo, hasta poesía. Pero en la poesía tiene que haber sólo poesía". El Decálogo parece situarse en el encabalgamiento del aforismo, cuando en la prosa late un irrenunciable sentimiento poético. Sirvan como eclosión las lágrimas de cera en el cuadro de la Virgen en Decálogo 1, insuperable metonimia visual del misterio de la fe y los principios de la razón. "Tienen la extraña habilidad de dramatizar las ideas en lugar de hablar sobre ellas", escribió Stanley Kubrick sobre Kieslowski y Piesiewicz. Los guiones de las diez películas, finamente esculpidos, sugieren caminos de pensamiento acerca de los personajes, pero nunca nos dicen cómo juzgarlos. Profuso en intensas metáforas visuales, como si fueran comentarios alegóricos del mundo y los hombres, el estilo contemplativo de El Decálogo no recurre casi nunca a la palabra para exponer los conflictos morales, que van del aborto al adulterio, del asesinato a la mentira, de la traición al engaño.


Ahora que, en el conglomerado audiovisual, la ficción televisiva parece haberse independizado definitivamente del cine (si acaso es el cine el que depende, financiera y artísticamente, de la televisión), poniendo en duda al menos el convencimiento de Serge Daney de que, a fuerza de convivencia, televisión y cine terminarían por parecerse, El Decálogo se formulaba algunas preguntas veinte años atrás que siguen siendo especialmente pertinentes. "No creo que el público televisivo sea menos inteligente que el cinematográfico", dijo en su momento el cineasta varsoviano. Para costear El Decálogo, financiado por la televisión polaca no sin condiciones, Kieslowski se vio obligado a desarrollar el guión de los capítulos 5 y 6 en películas cinematográficas (con versiones de 85 minutos), invirtiendo el beneficio de los largometrajes resultantes –No matarás (1988) y No amarás (1988)–, en el proyecto televisivo. El plan inicial de Kieslowski pasaba por que cada capítulo lo dirigiera un director debutante, pero finalmente decidió dirigir todos él y contratar a un director de fotografía distinto por capítulo (sólo repite con uno, Piotr Sobocinski), buscando así la autonomía formal de cada segmento: el sobrio realismo del Decálogo 2, la dimensión onírica en Decálogo 5, la expresividad de los encuadres del Decálogo 9... A la luz de lo que hoy entendemos por ficción televisiva de calidad (las series de la HBO), la prosa poética de El Decálogo nos recuerda que en una dimensión paralela hubiera sido posible una televisión realizada bajo la noción del cine conceptual de los años sesenta. Señala Jonathan Rosenbaum que, aunque realizado a finales de los años ochenta, hay un aliento creativo en El Decálogo que conecta directamente con poetas como Antonioni, Godard o Resnais.


Kieslowski es un poeta, sospechamos que el que mejor ha sabido filmar a través de ventanas, pero también un historiador. El Decálogo se concibe, desarrolla y emite durante el triunfo pacífico del pueblo sobre el moribundo sistema comunista, pero también cuando el trono del Vaticano lo ocupaba el polaco Karol Wojtyla. En esa esquizofrenia de creencias irreconciliables se desenvuelve la serie. Los guiones permanecieron en las oficinas de la censura institucional hasta que Kieslowski concedió no hacer menciones políticas ni mostrar cartillas de racionamiento, pero el complejo de edificios en el que viven los veinte personajes de la serie (que a veces se cruzan de un capítulo a otro) tiene por intención diseñar un microcosmos de Polonia en el que sus vecinos anhelan un sueño de libertad. El sentimiento moral de El Decálogo, no en vano inferido de los mandamientos católicos, está sin embargo más cercano al territorio agnóstico de Bergman que al místico de Tarkovsky, si bien no se conforman con una felicidad materialista. El personaje misterioso de la serie, el testigo silencioso interpretado por Artur Bacis (que aparece incidentalmente en ocho de las diez películas), puede representar la conciencia individual, como se ha dicho, pero es más hermoso pensar en él como la personificación de Kieslowski y su extrañeza frente a la complejidad del mundo. Un pesimista irredento que sin embargo concede al hombre algo de esperanza.

(Publicado originalmente en "Cahiers du cinema. España". Octubre, 2008. Num. 27)

jueves, 30 de julio de 2009

'Antcristo' de Lars Von Trier



Perversiones infantiles

Es un tópico decirlo, pero frente a una propuesta tan radical como Anticristo, el término medio (la indiferencia) no debería encontrar cabida. Está fuera de toda lógica debatir si es una buena o una mala película, si es recomendable o no lo es, si nos ha gustado o no. También los juicios éticos carecen de relevancia desde el momento en que Lars von Trier se propone deliberadamente rasgar la mirada del espectador y agredir su sensibilidad. El objetivo del film no es complacer el gusto o la moral, sino provocar reacciones, y entre ellas el rechazo es tan válido como la fascinada conmoción. Digamos que el director de Rompiendo las olas (1996), Dancer in the Dark (2000) y Dogville (2003) lleva a un nuevo límite los placeres por el sadismo y la misoginia ya familiares en su filmografía, y que, en una penúltima vuelta de tuerca, Anticristo ya no se conforma con postularse como una suerte de film-ensayo sobre los límites de la tortura (mental y física) en la pantalla, sino que directamente trata de ejercer esa violencia sobre nuestros sentidos. Una violencia, digámoslo ya, tremendamente explícita y sediciosa, cuya intensidad va mostrándose en imparable crescendo, pero que no necesariamente significa que sea realista. Del mismo modo que no es realista la violencia de Tom y Jerry. Al fin y al cabo, los dos únicos personajes del film, Él y Ella –capítulo aparte merecería la pasmosa entrega de los actores, de sus cuerpos y sus mentes–, no se distinguen tanto de aquellos animalitos animados que se persiguen y maltratan irracionalmente en un eterno bucle de amor y odio.
Dice Von Trier que el argumento (o como queramos llamarlo) de Anticristo nace de un profundo estado de depresión, de un agujero tan negro como el que devora al personaje sin nombre interpretado por Charlotte Gainsbourgh, de modo que la película también debe entenderse como una experiencia cinemática de apetitos catárticos y utilidad terapéutica. De hecho, ahí reside el detonante narrativo de Anticristo, de cómo un psiquiatra (Willem Dafoe) decide enfrentar a su mujer al corazón de sus miedos para sacarla de la catatonia emocional en la que está instalada desde que un trágico accidente –representado en un memorable prólogo que se cuenta entre lo más fascinante que haya filmado nunca Von Trier– diera un vuelco a sus vidas. El escenario para la curación será una cabaña en un bosque llamada Edén, un lugar aparentemente idílico en el que la mujer trabajó un año atrás en una tesis sobre el Ginocidio (la persecución de brujas) y la naturaleza maligna del eterno femenino. Dado el modo en que esta cruel “terapia de choque” se revuelve contra las intenciones del psiquiatra, introduciendo un hedor satánico que evoluciona a hipertrofia sensorial, es difícil tomarse Anticristo como un viaje de exorcismo que surge de la absoluta honestidad (no sólo emocional, sino cinematográfica) por parte del cineasta, máxime conociendo su experiencia televisiva Kingdom (1994-1997), claro precedente de esta nueva aproximación del danés al género del terror.
Como en la brillante serie (un radical ejercicio de libertad creativa), en determinado momento claramente identificable, la narración de Anticristo decide dar paso a otra dimensión perceptiva, a un “reino del caos” que no sólo anuncia el título de uno de los seis capítulos del film, sino la voz de un zorro parlanchín (sic) dirigiéndose a cámara. La arbitrariedad infantil toma el mando. La maestría del autor de El jefe de todo esto (2006) no ha decaído un ápice a la hora de manipular emociones y expectativas –los insertos bizarros, la imágenes deformadas, los sueños perversos, los estados de alucinación y el ruido visual y sonoro se emplean con gran eficacia–, así como de acercarse a los géneros cinematográficos desde una visión, perdonen la paradoja, analíticamente espontánea. En Anticristo se dan cita desde el Teatro de la Crueldad de Artaud a Amenaza en la sombra de Nicolas Roeg y las atmósferas tarkovskianas (si bien la dedicatoria al cineasta ruso al final del film se suma a su lista de ofensas conscientes) pasando por una evidente simbología bíblica que presta a la película a interpretaciones de todo tipo, aunque la más extendida es que se trata de la versión perversa del pasaje del Génesis en el que Adán y Eva son expulsados del Paraíso y Satán se hace dueño del mundo bajo el cuerpo de la mujer.
Desde su voluntad detonadora y su ambición formal, Anticristo bien puede considerarse un acto de subversión y provocación artística cuyo éxito debería medirse por su capacidad de perturbación sensorial, pues manifiestamente quiere colocarse a la altura de las grandes conquistas del cine-límite, aquellas cuyas conmociones siempre han abierto nuevas ventanas creativas. Podemos intuir en Lars Von Trier, posiblemente el gran impostor del cine contemporáneo (un embaucador en todo caso de profuso talento), la misma sonrisa diabólica con la que Buñuel filmó El perro andaluz, Kubrick hizo La naranja mecánica o Haneke realizó su primer Funny Games. Incluso hay en el film una sed de ruptura y perversión que podría recordarnos al Rimbaud que escupió sobre la belleza, como si quisiera establecer una nueva tensión en la naturaleza de las imágenes de consumo, lanzarlas a una estratosfera desconocida, si bien cabe preguntarse cuándo no hemos detectado esa pretensión frente a alguna película del danés. No podemos aventurar qué oleajes provocará el escupitajo que ahora ha lanzado a las aguas del cine contemporáneo, si su perversión creará escuela o perecerá en el ridículo; lo único que podemos hacer, al menos aquellos a quienes las trastornadas imágenes de Anticristo no han logrado, con toda su grotesca evidencia, dejar ningún poso, es desviarla al rincón del olvido. Y es que, en esta ocasión, la búsqueda creativa de Lars von Trier se revela tan estéril como superflua.

martes, 31 de marzo de 2009

Los abrazos rotos


Luces en la oscuridad

Es obligado: los juicios formados deben quedar atrás. El cine de Pedro Almodóvar es tan avasalladoramente personal que, frente a él, podemos salir expulsados como si fuéramos una visita indeseable o ser acogidos con los brazos bien abiertos. La mayoría de los espectadores habrá pasado por ambas experiencias frente a una película del manchego. Pero es obligado, insistimos, intentar colocarse con ojos limpios frente a las nuevas imágenes generadas por Almodóvar, lo que no se traduce en olvidar el camino recorrido hasta ahora por el cineasta, sólo en dejarlo un par de horas en cuarentena. Después, parece conveniente tener en cuenta, al menos, tres imponderables frente a las sensaciones y las reflexiones que nos ha despertado el film. UNO: Sus películas siempre mantienen un fluido diálogo con otras artes y otras películas, fantasías propias o ajenas cuyo propósito es encaminar el alcance de sus ficciones hacia puntos de fuga inesperados. DOS: Como cineasta que confía el epicentro de su discurso a la fricción de los cuerpos y el poder de la palabra, el intérprete es su mayor aliado, más incluso que la cámara, que los decorados, que todo el impecable artificio. TRES: Almodóvar, como Lynch, como Fellini, es también un artista plástico que piensa en imágenes. Sus calculadas historias, y la ética (o el cuestionamiento de su necesidad) que las recorre, no deberían desvincularse de su marco estético o de su puesta en escena. La entidad plástica de sus filmes en relación a su desarrollo argumental es totalmente decisiva. Partiendo de estos imponderables a modo de “manual-de-instrucciones-para-pensar-el-cine-de-Almodóvar”, y tras apenas un primer visionado (lo ideal sería al menos dos), anotemos algunas conquistas observadas en Los abrazos rotos, el largometraje número diecisiete de Pedro Almodóvar.

UNO: Michael Powell siempre expresó que la verdadera misión del cine era transformar la realidad física a través de la realidad mental, es decir, fílmica. La obra maestra El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) fue su película-tesis a este respecto. Los abrazos rotos camina en esta dirección: el cine como pantalla curativa, escenario de confesiones y sala de exorcismos. Es probable que la implicación personal del director no esté tan expuesta como en otras de sus ficciones protagonizadas por un personaje que comparte su oficio (pensamos sobre todo en La ley del deseo), pero aparte de que las películas no se juzgan por las simetrías biográficas que contienen, Los abrazos rotos, mediante el cineasta Mateo Blanco / Harry Caine, expresa con depurada limpieza expositiva las múltiples utilidades que ejerce la impregnación de las ficciones en la realidad del artista. Los momentos que Almodóvar hurta del cine que ha quedado cicatrizado en la retina de sus ojos (Los abrazos rotos comienza con el reflejo del director en el ojo del deseo) entran a formar parte activa de su guión. Lejos de exhibirse como parafernalia o digresiones cinéfilas, los préstamos que toma de Los sobornados, El beso de la muerte o Te querré siempre son verdaderos motores del drama.

La depuración que observamos en Los abrazos rotos se hace especialmente patente frente a su película hermana, La mala educación, otro artefacto envuelto en las galas del film noir. Pero en muchos aspectos, este nuevo film es el positivado de aquél. Si el viaje a los rincones oscuros de su infancia planeaba con laconismo sobre los resortes del giallo, en Los abrazos rotos Almodóvar logra que los elementos de la serie negra fluyan con naturalidad en el interior de su discurso iconoclasta en torno a los cuerpos y el arrebato que los destruye. Vuelve a acreditar Almodóvar así su creciente importancia como investigador de las dinámicas de las ficciones. El guión, estructurado con propensión a las simetrías, pasea con orgullo su polisemia (de los estragos de la ceguera pasional a las relaciones paterno-filiales), su profusión de saltos temporales (el film se desarrolla en 1992, 1994 y 2008) y sus ficciones centrífugas. El espectáculo de prestidigitación narrativa, admirable, representa un verdadero salto al vacío, como si, en paralelo con el cineasta invidente que protagoniza su nueva ficción, Almodóvar también fabulara en la oscuridad. Es un gesto creativo cuyo riesgo no es lógicamente inmune a los desmayos y las caídas (que las hay), pero especialmente estimulante en relación a la complacencia en la marca estilística que desprendía una película tan “diseñada” como Volver.

Es cierto lo que dijo Picasso: un artista siempre pinta la misma manzana. Y la manzana de Almodóvar no es otra que la ley del deseo. De un tiempo a esta parte, el diálogo más intenso, fructífero y revelador que practican sus ficciones es con ellas mismas. Aquí es con Mujeres al borde de un ataque de nervios, explicitada en la subficción “Chicas y maletas”. Si en otras citas almodovarianas se ha impuesto la redundancia o el narcisismo, nos alegra comprobar que Los abrazos rotos sí representa un paso adelante hacia la película definitiva que Almodóvar, como todo gran creador, sigue buscando.

DOS: Sobre el papel, los personajes del film son títeres narrativos que se abren a misteriosas duplicidades y a abismos de identidad, pero bajo el cincel de Almodóvar (probablemente el mejor director de actores del cine actual), los personajes son carne viva, presencia magnética, actores iluminados. Penélope Cruz, Lluìs Homar, Blanca Portillo, Tamar Novas, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Lola Dueñas, Ángela Molina, Alejo Saura, Carmen Machi, Rossy de Palma, Chus Lampreave, Kira Miró. Excepto en otras películas del mismo cineasta, no se recuerda un reparto tan equilibrado en el cine español, tampoco unas interpretaciones tan extraordinariamente precisas.

TRES: Lo recuerda Adrian Martin en su libro ¿Qué es el cine moderno? (Uqbar Editores). En una conversación en torno a El desierto rojo entre Godard y Antonioni, que tuvo lugar en 1964, el estudiante francés proponía al maestro italiano que “el drama ya no es psicológico, sino plástico”. Antonioni respondía que “es lo mismo”.

El ímpetu plástico en las imágenes almodovarianas es apabullante. En las ocasiones en que el espectador ha sido expulsado de uno de sus relatos (si no ha sintonizado con él), posiblemente ha podido regocijarse en la carga estética del film. Sabemos que, más allá de su anecdotario de errores y vacíos, una película puede justificarse con una sola imagen. Los abrazos rotos se reserva al menos dos conmociones, dos instantes memorables, de una intensidad asombrosa (una escena y una imagen), que ingresan entre los momentos más líricos de toda la poética almodovariana. Pertenecen además a dos escenas nucleares en el desarrollo narrativo y psicológico del drama y ambas, significativamente, ponen en forma los sentimientos de los personajes sobre una pantalla dentro de la pantalla. En la primera, Lena (Penélope Cruz) se dobla a sí misma sobre la proyección de unas imágenes mudas. Un enorme hallazgo de construcción dramática que emerge como vehículo de confesión y traición amorosa. La segunda (unas manos palpando una pantalla de televisión) es el resultado iconográfico de combinar la invocación rosselliniana en el corazón del film con el blow up de un último beso. De las esencias de Rossellini y Antonioni surge la poderosa imagen que sintetiza la tragedia de Los abrazos rotos.

Publicado en "Cahiers du cinema. España". Núm. 21. Marzo 2009 


viernes, 6 de marzo de 2009

'Gran Torino' de Clint Eastwood




Como un crepúsculo

Hay algo en las grandes películas testamentarias que escapa a los juicios cinematográficos. La corriente del film transborda el caudal fílmico y se convierte en una expresión íntima y desnuda, atravesada por imágenes de despedida que quedan impresionadas a fuego en la retina. No olvidamos el último gesto fílmico de Antonioni, cruzando la catedral de San Pietro en el limbo digital de Lo sguardo di Michelangelo (2004); o el plano final de Robert Altman en El último show (A Praire Home Companion, 2006), nada menos que un ángel blanco de la muerte atravesando la cámara; tampoco el sereno recorrido de una casa habitada por ánimas en Los muertos (The Dead, 1987), la última obra (maestra) de John Huston. Son películas que atesoran el sueño de la lucidez al final del camino. Hay algo arrolladoramente conmovedor en su paz espiritual, en cómo sus autores sentían el final y lo aceptaban sin resistencia. Las películas-testamento imponen la sensación de que asistimos a un bello crepúsculo y nunca queremos que termine. Es lo que pasa con Gran Torino.
Ya desde su primer western, Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1976), muchas películas de Eastwood forman un tipo especial de cine necrofílico, dominado por las relaciones entre los muertos y los vivos. En Gran Torino, estas tensiones son especialmente significativas. Clint Eastwood lo ha dejado claro con sus declaraciones. El protagonista de Gran Torino, un inolvidable carcamal llamado Walt Kowalski, representa su última incorporación como actor y por tanto su aparición final en la pantalla. Lo deja todavía más claro en la película: se filma repetidamente como un fantasma surgiendo de las tinieblas, y en el último travelling su cuerpo descansa en un ataúd. En los títulos de cierre, su voz quebrada arrastra con aliento de ultratumba la afligida canción del título que él mismo ha compuesto para el film. En el caso de cualquier otro cineasta, una película como Gran Torino –con toda la “incorrección” que corre por sus venas– no sería tan significativa, pero tratándose de Eastwood, adquiere una posición crucial en diversos frentes. En su dimensión documental, es un conmovedor broche a una carrera interpretativa labrada desde las barricadas del anti-establishment y el individualismo; en el terreno histórico, es el destino lógico de una cierta lectura del mito masculino en el western y el thriller de los últimos cuarenta años, al tiempo que se ofrece como camino de redención y puesta al día de lo que el Eastwood-personaje representa en el imaginario político, social y cultural norteamericano.
El viejo Kowalski es el alma y la carne de Gran Torino. Es un viudo que no soporta a su hijos y nietos, ex veterano de la guerra de Corea y ex trabajador de la fábrica Ford, un gruñón literal, un misántropo, un racista que vive en los suburbios de Detroit en un vecindario poblado de etnias y razas diversas. Las tirantes relaciones con sus vecinos de la etnia Hmong tomarán otra dirección cuando se enfrenta a un grupo de street boys y se transforma en el héroe justiciero de la comunidad, en el mentor de un joven asiático que será el receptor de su legado. No deja de asombrarnos cómo a partir de un guión del novel Nick Schenk, Eastwood –cuyo instinto como “cazador de historias” no se puede poner en duda– construye un personaje que es suma y compendio de su corpus cinematográfico, palimpsesto gestual de una manera intransferible de “ser” y de “estar” en la pantalla. Parecían justificados los rumores de que Clint Eastwood preparaba una suerte de regreso de Harry Callahan, pues hay mucho de Harry el Sucio en Kowalski, pero también de Josey Wales (El fuera de la ley), de Red Stovall (Honkytonk Man), de Tom Highway (El sargento de hierro), de William Munny (Sin perdón), de Frankie Dunn (Million Dollar Baby)… hasta el punto de que el viejo Kowalski deja de ser un mero trasunto eastwoodiano para mostrarse como resumen de su leyenda.
Si en la primera parte, el film lleva los estereotipos del héroe eastwoodiano a un extraño lugar entre la autoparodia y la vindicación de esa leyenda, en el tramo final el film bascula hacia la gravedad, la culpa y la confesión. El pasaje de rito hacia el suicidio que Eastwood hace emprender a Kowlaski, y que sella con las palabras “tengo luz”, recogen una lúcida relectura del espacio moral del justiciero en la sociedad civil, al tiempo que establece una resonante metáfora, como ha señalado Carlos F. Heredero, del choque de la América de Obama con el imaginario fílmico de Eastwood, forzado a detonar desde dentro su propia leyenda. Frente a la tragedia que ha provocado el código de la vieja escuela (“Esto no es Corea, señor Kowalski”, le reprende el sacerdote), el mito de Eastwood toma conciencia de que el tiempo ha pasado por encima de él. En el transparente movimiento de regeneración ética de Gran Torino, donde la población multirracial toma por completo el destino del relato (de la nación), resuena la metáfora un país que se abre a una nueva y reconfortante era. A todo crepúsculo le sigue un amanecer.

Plano final de Robert Altman (El último show, 2006)


sábado, 7 de febrero de 2009

'Cuscús' de Abdel Kechiche


Dónde empezar, dónde terminar


Ya ha sido dicho. En sus monumentales Histoire(s) du cinéma, Godard explica que una de las grandes cuestiones de la creación fílmica reside en dónde empezar y en dónde terminar el plano. Todo pasa por decidir en qué momento y por qué arranca una determinada imagen y en qué momento y por qué debe dejar paso a la siguiente. En esa línea de tiempo en la que se traduce toda película, es la duración de un plano en relación con el resto (y no necesariamente su contenido) lo que dota de dimensión y carga de significado a la imagen o, al contrario, termina por anularla. Straub refuerza esta idea en la mejor película realizada sobre el montaje cinematográfico, ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001), de Pedro Costa.
En su tercer largometraje, Cuscús (La Graine et le mulet), la gran cuestión para Abdellatif Kechiche no pasa tanto por dónde empezar y por dónde terminar el plano, sino por dónde empezar y por dónde terminar la escena. A la manera cassavetiana, Cuscús se desenvuelve en un territorio cinematográfico hermanado con la música performativa, es decir, aquellas composiciones que parecen crearse en el mismo momento de su ejecución, que "nacen" mientras se interpretan, de ahí que no sea fácil ponerles un fin. El film conspira con los ritmos magrebíes para obtener sus acordes meditarráneos y para desvelar una melodía que avanza entre el melodrama familiar y ciertos fundamentos del llamado "cine social". El rumor de las conversaciones, los largos monólogos y los gritos que unos personajes se arrojan sobre otros, conforman en Cuscús la cadencia temporal de unas secuencias semimprovisadas que se prolongan casi al borde de la complacencia, que basculan en los límites entre representación y digresión, pero que a su vez denotan un insólito dominio de los equilibrios y desequilibrios que conviene generar dentro de una película. Stéphane Delorme señalaba en su crítica de "Cahiers du cinéma" (véase: nº 629; diciembre, 2007) la paradoja de un film rápido pero con escenas largas, como si detrás de la cámara se hubiera perfilado un "Sergio Leone locuaz", y lo hacía por supuesto pensando en la dilatación aparentemente gratuita de las secuencias. A diferencia del cineasta italiano, ese estiramiento del tiempo canónico (tiempos a los que nos ha habituado un cine normativo, en todo caso) no se entrega en Cuscús a la sublimación icónica o a la expansión del suspense (excepto en el último tramo del film), sino más bien al tratamiento novelístico que se adueña del relato.
Si no quedó suficientemente claro en La escurridiza o el amor (L'Esquive, 2003), en el insólito modo con el que Kechiche lograba trasvasar los equívocos y desencuentros del teatro amoroso de Marivaux a un instituto de los suburbios parisinos, Cuscús viene a reforzar la singularidad de un autor que no entiende de fórmulas expeditivas cuando hace cine. De nuevo, Kechiche se propone "testar nuestra resistencia a superar las etiquetas que impone el cine social", tal y como escribió Sergi Sánchez a propósito La escurridiza..., y de esa estrategia precisamente procede la idea de introducir, en el ecuador del film, una larga conversación entre varios músicos que más adelante adquirirán enorme relevancia. A la manera de los coros griegos, los músicos, que también son vecinos y amigos del protagonista, recapitulan sobre lo que hemos visto hasta ahora y ofrecen la información que nos falta para seguir el desarrollo de la historia. El estilo de Kechiche no descansa, por tanto, sólo en la medida del tiempo que entrega a las escenas, también en las capas de lenguaje que introduce en ellas, en el modo en que estructura sus filmes para sumergir la alegoría bajo la superficie de la realidad.
La materia de este relato, que está dividido en tres grandes bloques, es una familia de origen magrebí. Su desarrollo argumental pasa por el éxito o el fracaso de un proyecto empresarial, el que emprende el taciturno Slimane (Habib Boufares) cuando es jubilado de su puesto de astillero en Sète, un pueblo de la costa francesa. Contra todo pronóstico y desoyendo el consejo de sus hijos, Slimane decide invertir el dinero del despido en hacer realidad un viejo sueño: abrir un barco-restaurante especializado en cuscús con pescado. Alrededor de Slimane gravita todo un mundo femenino: su ex mujer Souad, sus hijas, sus yernas, su nieta, su actual compañera (que mantiene un conflicto abierto con Souad) y, sobre todo, su hijastra Rym (interpretada con energía y convicción por la debutante de 21 años Hafsia Herzi), que será su gran aliada para que el sueño se haga realidad.
Si otra de las grandes cuestiones del cine consiste en resolver cómo empezar y terminar las películas, ahí la delicadeza de Cuscús se abre a resonancias inesperadas pero cruciales en el devenir argumental. La película comienza con las piernas y las nalgas de una mujer rubia, que aunque tenga apena dos apariciones en el film, serán tan breves como decisivas en el fluir de los acontecimientos. En el angustioso tramo final de la película, por su parte, Kechiche elabora un resonante montaje paralelo que logra extraer ecos mortuorios de una sensual danza del vientre, la que interpreta Rym frente a un público hambriento. En la piel de ambas mujeres quedan inscritos los dos vocablos árabes, escuchados en el film, que proporcionan el pathos emocional de la película: ichra (el amor como absoluto) en el caso de Rym, y aïn (maldición, mal de ojo) en el de la amante francesa. Son las acepciones veladas de un autor que concede una enorme importancia lingüística a sus películas, y también de un film que confía en la perspicacia del espectador.
Cuando el cine popular todavía se niega a admitir el apocalipsis de la narración, esta película ciertamente anómala y fascinante viene a tender un puente entre los grandes relatos y los mundos creados con resquicios y vestigios de realidad. Aparentemente, el film se coloca en un lugar intermedio entre la creación de autor y el cine popular (fue la gran triunfadora en los premios Cesar y convocó a casi un millón de espectadores en Francia), pero en su eficaz modo de combinar el calor del melodrama familiar con un inesperado nivel de complejidad y detallismo en la narración y en la descripción de personajes, el film logra sortear ese cajón de sastre del cine francés contemporáneo en el que se enmascaran los falsos auteurs que adornan con vitriolo de personalidad cinematográfica sus propuestas cortadas por un mismo patrón, tan dependientes de unas reglas y expectativas como cualquier film de género. Honesta con sus personajes, Cuscús se atreve sin embargo a fundir a negro en el climax, permitiendo que la vida se resuelva más allá del marco de la película, escamoteando al espectador justo aquello con lo que un film sentimental se hubiera regocijado.
No estamos, ya se dijo, ante un cine social al uso, y por tanto las analogías con Mike Leigh sonarán desatinadas si pensamos en las conquistas formales de John Cassavetes y Maurice Pialat. El trabajo de Kechiche participa de la proximidad de la cámara con los rostros y los cuerpos propia del autor de Faces, y sobre todo se suma a la tradición de los etnógrafos del cine francés que se dedican en sus películas a capturar fragmentos de vida, verdades íntimas de sus personajes, desde el desarraigo cultural a las contradicciones familiares. Kechiche, al fin y al cabo, retrata aquello que conoce bien, y como hijo de emigrantes árabes (el personaje de Slimane está basado en su padre fallecido y lo interpreta un amigo íntimo de éste) se preocupa por no traicionar las singularidades de su cultura. Sólo cabe felicitarse porque esa exploración no quede asfixiada por los imperativos de la narración, sino que ambas convivan en feliz y completa armonía. Un logro mayor.
Publicado en "Cahiers du cinema. España". Núm. 20. Febrero 2009 

sábado, 31 de enero de 2009

Inéditos de Cortázar



Never stop the press

Nuestra parte cronopio nos llevó anoche a A. y a mí hasta la presentación “informal” de los tres cuentos inéditos (ahora no) de Julio Cortázar que acaba de publicar en edición de lujo Del Centro de Editores. Los tres cuentitos formaban parte del delicioso conjunto de relatos Historias de cronopios y de famas, que Cortázar publicó en 1970, pero por diversos motivos, aunque ya estaban corregidos por el escritor (según su primera mujer, Aurora Bernárdez, quien ha cedido los derechos), quedaron fuera de la criba editorial. Probablemente hubo más relatos de estos encantadores seres que no hicieron su camino hasta las librerías, pero son tres los que ahora ven la luz. Se titulan Never stop the press, Almuerzo y Vialidad

De momento, los cuentos sólo pueden leerse en la edición limitadísima (100 ejemplares numerados), completamente artesanal y aspecto de incunable, con bellas y algo inquietantes ilustraciones de la artista plástica Judith Lange (se ha imaginado a estos seres antropomorfos como si fueran criaturas de un cuento gótico) y caligrafía manuscrita del amanuense José María Passalacqua (apellido ciertamente cortazariano), que ha elaborado la editorial Del Centro. Se presentan como tres libros independientes dentro de una caja roja y su precio es de 260 euros. “Es lo que ha costado editarlos, no tengo ninguna intención de hacer dinero con estos cuentos”, ha explicado a los asistentes su locuaz editor, Claudio Pérez Minguez. Presumiblemente, los cuentos se editarán de un modo más popular, al acceso de todos los bolsillos (y lectores cortazarianos, que son mutitud) cuando Anagrama, en abril, publique un volumen de inéditos del escritor argentino con motivo del 25 aniversario de su muerte. Hasta entonces habrá que esperar.


En cierto modo, como han anunciado en esta cita informal (una presentación abierta al público cuya convocatoria encontré en Internet, y a la que han acudido no más de veinte personas, entre famas, cronopios y esperanzas), con la lectura de uno de los relatos (Almuerzo) era la primera vez que se hacía público el contenido íntegro de uno de los cuentos, pues en la presentación para la prensa de la que dieron buena cuenta algunos medios no se leyó ninguno. También se ha dicho en la presentación que es absurdo inventar una polémica con esta “supuesta publicación elitista” de los relatos, debido a que el propio Cortázar “siempre defendió el trabajo artístico bien hecho” y varias de las obras que publicó en vida, según han dicho, las mostró al público por primera vez en “cuidadas y caras ediciones”, o incluso como extensión de otras manifestaciones artísticas, en referencia al relato Grafitti, que el escritor dio a conocer en el catálogo de una exposición del pintor Antoni Tàpies. No veo muy clara la similitud entre aquello y esto: una lujosa (muy hermosa y trabajada, eso sí) edición de 100 ejemplares de 260 euros, pero seguro que un cronopio lo dejaría correr sin hacerse más preguntas. La buena noticia en todo caso es que los relatos tienen gran interés y después de 37 años en la oscuridad ahora han visto la luz en forma de auténticos y fascinantes libros-objeto. Estarán una temporada expuestos en la librería Centro de Arte Moderno (Calle Galileo, 52 de Madrid), donde pueden tocarse y leerse con libertad.


Como son cuentos cortos realmente cortos, he aprovechado lógicamente para leer los tres, y me han despertado esa simpatía tan reconocible, probablemente porque me han trasladado automáticamente al inconfundible, tierno y maravilloso mundo habitado por la fauna de cronopios y famas, unos personajes que inventó Cortázar cuando tuvo la visión de unas pequeñas criaturas verdes tras escuchar un concierto de Stravinski en París. Procuro visitar con frecuencia el mundo que habitan (es de esos libros que invitan a releerse continuamente) y en el que siempre pienso que me gustaría vivir para después siempre darme cuenta de que efectivamente vivimos todos en él. Lo maravilloso es que Cortázar logra con estos seres mitológicos colocar un filtro sobre nuestra percepción de los seres humanos, una especie de velo embellecedor, de modo que podamos mirarnos con simpatía entre nosotros. Así que en una primera lectura, como decía, no me ha dado la impresión de que estos nuevos relatos desmerezcan frente a otros cuentos del mismo libro, y que si bien no están a la altura de por ejemplo “Instrucciones para llorar” o “Preámbulo para dar cuerda a un reloj”, no habrían desentonado en el conjunto del libro.

El cuento titulado Almuerzo seguramente no se publicó porque el libro recogía otro cuento titulado El almuerzo, que sin embargo es totalmente distinto. Si el relato que ya conocemos da cuenta del invento que hace un cronopio de un termómetro de vidas que detecta “infra-vida” en las famas, “para-vida” en las esperanzas y “super-vida” en los cronopios (qué modo tan maravilloso de catalogar la gama anímica de la fauna humana), el inédito es un divertido diálogo entre un camarero imaginativo (cronopio) y un cliente sin imaginación (fama) sobre el modo de servir las patatas fritas. El relato comparte la urgencia propia de las crónicas mágicas de la vida cotidiana que el irredento observador Cortázar fabricaba con tanto (in)genio y singular mirada.

No sin cierto disimulo he sacado fotos de las páginas de uno de ellos, el que más me ha gustado –que cuenta en 201 palabras cómo una esperanza salva a un fama muy trabajador de su desconsolada vida cuando le muestra el mundo a través de la ventana impresa de un periódico–, con la intención de transcribirlo luego y leerlo con más tranquilidad. Es lo que he hecho y tentado estoy de publicarlo aquí, máxime cuando un fama se me ha acercado en la presentación y me ha pedido que deje de sacar fotos “porque luego siempre hay un periodista que lo cuelga en Internet”. Mi parte cronopio quiere hacerlo y mi parte fama apela a mi sensatez. Espero que me perdone Cortázar (y su viuda) si me tomo la libertad de mostrar aquí sólo el último párrafo del relato. Al fin y al cabo, se titula Never stop the press:

“¡Oh milagro! Entre sus dedos quedó enredado el mundo y el fama ya no tuvo motivos para quejarse de su suerte. Todas las mañanas venía la esperanza con una nueva ración de milagro y el fama instalado en su sillón recibía una declaración de guerra, y una declaración de paz, un buen crimen, una vista escogida del Tirol y de Bariloche y de Porto Alegre, una novedad en motores, un discurso, una foto de una actriz y de un actor, etc. Todo lo cual le costaba diez guitas, que no es mucha plata para comprarse el mundo”.




miércoles, 28 de enero de 2009

Nobuhiro Suwa

Energías de pareja

Una idea: la pareja en crisis sigue siendo el gran motivo del cine. Ninguno de sus exploradores ha agotado la materia porque es inagotable. Murnau, Stahl, Sirk, Bergman, Rossellini, Rohmer, Cassavettes, Pialat… Para ellos, las relaciones afectivas, sus turbulencias (morales, psicológicas, sentimentales), siguieron siendo el gran misterio de los hombres y el gran motivo para hacer cine. Porque la cámara interroga, perfora en los cuerpos y los rostros hasta extraer energías invisibles, escudriña el mundo interior y nos revela secretos. A ello se ha dedicado también el cine en construcción de Nobuhiro Suwa, cineasta nacido en 1960 en Japón y confeso heredero de la modernidad cinematográfica. Sus exploraciones de las convivencias en pareja –que ha editado Intermedio formando una trilogía: 2/Duo (1997), M/Other (1999) y Un couple parfait (2005)– arrojan al hombre del tercer milenio preguntas que hoy casi nadie, en el cine, se plantea sin caer después en la complacencia. Incluso Wong Kar-wai parece haber cedido.

Preguntas de respuesta inarticulable, que sus personajes no en vano insisten tercamente en hacerse el uno al otro. Al final, se cuestiona Suwa, ¿qué es lo que distancia la felicidad de la crisis, la crisis de la felicidad? Ese margen, fino y resbaladizo, es el que Suwa se propone trasladar a la pantalla para que atrape a un espectador siempre indefenso frente a las certezas del corazón. En 2/Duo, la distancia la proporciona un concepto: el matrimonio. En Un couple parfait, otro: la separación. En M/Other, la tercera persona es un niño de nueve años, fruto de un matrimonio anterior. Fuera del pack de Intermedio ha quedado el tercer largometraje del director japonés, H/Story, un remake contemporáneo de Hiroshima, mon amour realizado por un cineasta nacido en Hiroshima. Sea en uno o en otro largometraje, la pareja como entidad siempre se ve amenazada por una fantasmagoría o una encarnación que toma el control de su destino. En la tendencia del cineasta japonés por el fuera de campo, por colocar a sus amantes detrás de cristales, enfrentados al espejo, ocultos por paredes, puertas o sombras, pero aún así de algún modo siempre visibles, descansa la intuición de un cine que concede tanta importancia a las formas como a los temblores de las emociones que quiere transmitir, un cine para el cual la destrucción del amor no debe contarse sin la intervención, por ejemplo, de un espejo roto o una cama deshecha.

¿Cómo podemos indagar en el secreto de la intensidad de sus películas? Una intensidad no impuesta, que surge del interior de las imágenes. Su método de trabajo podría servirnos como punto de partida. Para su debut tras las cámaras, Suwa escribió un detallado guión que arrojó a la papelera instantes antes de comenzar a rodar. Decidió proporcionar a los actores un marco general y dejar el resto en sus manos, proponiendo así una autoría colectiva del guión. El resultado, 2/Duo, es un film cuya verdad no sólo viene dada por la energía de unos cuerpos que no obedecen, sino que crean, de unas relaciones orgánicas (entre los actores y los personajes que componen) que avanzan siempre con asombrosa inmediatez. Suwa no cambiará de método en sus siguientes propuestas, que se cifran en unos intérpretes-creadores llamados a explorar sus límites frente a una cámara generalmente impasible ­–la gramática de las películas de Suwa no entiende del plano-contraplano, es un entramado de planos-secuencia­­­–, pero que también tiembla y cruje cuando lo hacen sus personajes.

Parece milagroso, de este modo, que en once días de rodaje y filmando diálogos improvisados en un idioma, el francés, que el director no entendía, pudiera extraer una película tan hermosa y consumada como Un couple parfait, donde Valeria Bruni-Tedeshi y Bruno Todeschini [en la foto] representan unos avatares contemporáneos de la Ingrid Bergman y el George Sanders de Te querré siempre. Dice Suwa que no necesitaba entender, que eran los movimientos, la elocuencia, la pasión de los actores lo que transmitían todo lo que hay que transmitir a la cámara para el desarrollo de la historia y sus emociones. Un cine físico, sin duda, entregado a la dinámica de los cuerpos de un modo más estilizado, sí, pero no menos perceptible que el de Cassavettes. Suwa filmó Un couple parfait en HD y DV y marcó un hito en el empleo de la tecnología digital en la gramática del cine contemporáneo. Su compromiso con las texturas de la imagen hunde sus raíces en la trascendencia formal de su cine, heredero de una modernidad que, como señala José Manuel López en el libreto editado por Intermedio, hizo que el cine pasara de “mirar” a “palpar”. La noción de película como superficie material, que absorbe también del cine experimental norteamericano, le empuja a Suwa a tomar soluciones como quemar planos, cortar repentinamente a negro o crear estridencias sonoras en sus películas.

Fragmento de artículo publicado en "El Cultural" (27/11/2008)